Decidieron que se iban a casar de la manera menos tradicional que se pueda imaginar. Nada de cena romántica ni viaje a un lugar recóndito. La idea surgió mientras paseaban una tarde otoñal, el parque bañado de luz cálida y ocre vegetal, de vida que fue y volverá a ser vida. Empezó como un juego, sin que ninguno de los dos hablara en serio, pero con la duda constante de si las palabras del otro mantenían el tono o empezaban a desviarse hacia el compromiso. En el estanque ondulaba tímidamente el agua en forma de duda. Un frío los recorrió de golpe. Se miraron a los ojos en silencio, o aún más adentro. Y sonó un sí que sólo ellos dos oyeron.
Alejandra no quería una boda normal. Quería que fuera su boda. Hasta aquí, como cualquier novia. La diferencia es que ella no quería imitar a nadie ni sentirse obligada por compromisos de ningún tipo. Quería que ese día fuera su día, en el que compartir su amor infinito con las personas más queridas. Por ese motivo, no tenía intención de agobiarse con los preparativos, sino disfrutarlos para que en la boda tuvieran un significado especial. Pedro la ayudaba en lo que podía, pero jugaba su papel de novio-león que se acerca a otear la presa cuando ya está cazada. Naturalmente, él también estaba ilusionado, pero era un tipo muy sencillo que simplemente quería disfrutar de su gran día en compañía de sus amigos, a lo grande. Así que a Pedro le bastaba con las invitaciones y el banquete. Todo lo demás era secundario.
Y en ese todo lo demás entraba uno de los puntos cruciales para Alejandra: la fotografía. Como su boda iba a ser muy personal, era muy importante tener un recuerdo de los detalles y los momentos únicos que tendrían lugar. Sabía muy bien que ese día sería irrepetible y quería con toda su alma poder capturar su esencia para volver a ella en el futuro, al cabo de los años, y recordarlo tal y como fue. Se había enamorado del trabajo de un fotógrafo que, a juicio de Pedro, se les iba de precio. “Siempre podemos vestirnos igual y contratarle una postboda, que sale más barata”, decía él desde su ingenuidad. Pero no entendía, o no quería entender, que no consistía en disfrazarse para tener unas fotos curiosas, que las emociones que vivirían ese día ya nunca más volverían a producirse. No en esa forma y con esas personas. Algunos dejarían de estar. Otros cambiarían, crecerían… ¿Pero cómo explicárselo? ¿Cómo hacerle entender algo que sólo se puede sentir? ¡Y de qué manera!
Con mucho esfuerzo y bastante ingenio, Alejandra consiguió recortar de aquí y de allá para pagar a su fotógrafo, a lo que Pedro no pudo poner ni una objeción. Y así, el día de la boda fue el mejor día de sus vidas. Curiosamente, con esa magia inexplicable que envuelve los momentos especiales, no todo salió como esperaban pero fue mucho mejor de lo que hubieran podido soñar. Todavía hoy se estremecen de felicidad cuando rememoran esos momentos inolvidables. Apenas se dieron cuenta de la presencia del fotógrafo, que silenciosamente iba captando, uno a uno, sin prisa, con alma, esos tesoros ocultos de la vida. La noche fue larga y más de uno perdió la noción del tiempo y del espacio.
Cuando regresaron de la Luna de Miel, su reportaje estaba listo. Alejandra no pudo contener las lágrimas cuando lo vio. Pedro, que estaba despistado mirando algunos lienzos del fotógrafo, pensó al verla que era un desastre y se apresuró a sentarse con ellos para verlo. Al menos se le pasó el susto. Era precioso, sin invenciones, sin artificios. Todo estaba ahí detenido. Todo lo que había sucedido. Ni más ni menos. Estaban reviviendo, sin darse cuenta, su propia boda. Alejandra se dio cuenta de que no se parecía a los reportajes que había visto antes. Ahí estaban ellos dos, era su historia. Eso no se podía fingir, era auténtico. Sin embargo, Pedro seguía pensando que ese resultado estaba al alcance de cualquiera con una buena cámara y le seguía escociendo lo que habían gastado en las fotos.
De vez en cuando, a Alejandra le gustaba sacar el álbum y recordar. Sencillamente. Un acto tan hermoso que nuestra época de prisas y agobios y estrés ha ido borrando gradualmente y que tanta paz proporciona al espíritu. El recuerdo de los momentos felices, de las emociones dichosas, de la alegría pasada que puede tornar alegre el presente con su sola remembranza. A la tercera o cuarta vez, Pedro ya se había cansado y buscaba alguna excusa para no tener que tragarse el reportaje entero de nuevo. Bastante tenía con haber tenido que enseñárselo a sus padres, a sus suegros y a algún que otro amigo. Pero Alejandra lo miraba siempre con mucha atención, un cola cao calentito y una sonrisa de niña pequeña que le iluminaba la cara.
Pasaron los años, la casa se fue vistiendo de Ikea y de vinilos comprados en Internet, y sin mucha planificación llegó Daniela, su primera hija. Una niña en cuyos ojos se condensaba el fulgor tácito de todo el amor que sus padres se profesaban. Porque Pedro podía ser poco detallista y no demasiado romántico en el sentido más tradicional, pero quería a Alejandra con cada gramo de su ser. Con sus momentos mejores y peores, sus vacas gordas y flacas, sus peleas y reconciliaciones, se podría decir que habían alcanzado la felicidad, que no se parece a la perfección sino a ese impulso inexplicable que nos hace sonreír incluso en las horas bajas. Y Daniela lo representaba como ninguna otra cosa en el mundo.
Una noche de invierno, a punto ya de irse a dormir, escucharon jaleo en el descansillo. Se oían voces y carreras. De pronto sonó el timbre. «¡Salid, el tercero está ardiendo!», les urgía un vecino. Cogieron a Daniela y corrieron hacia la puerta, volvieron corriendo para coger un par de mantas y agua, y cerraron de un portazo. Fuera ya se habían empezado a agolpar los vecinos y los bomberos llegaban corriendo desde el fondo. Por lo que les contaron, todo el mundo estaba ya en la calle y, dentro de lo malo, sólo se iban a perder objetos materiales. Entonces, Pedro recordó de golpe el álbum de boda. Y un impulso irracional lo hizo entrar corriendo sin hacer caso a los bomberos. Salió ileso y con el álbum en la mano. Se arrimó a Alejandra, que sostenía entre las mantas a Daniela, y abrió el álbum con la otra mano. Contemplaba las fotos como quien ha habitado una cueva durante años y vuelve a ver la luz del sol, o el montañés que baja por primera vez al mar. Pasaba las páginas como si no le importase el incendio. «Así de guapa estaba tu madre en nuestra boda, chiquitina. La mujer más guapa del mundo hasta que tú naciste.», dijo orgulloso. Alejandra le apretó el brazo. Al día siguiente, Pedro llamó al fotógrafo de su boda y le pidió que hiciera algo muy especial por él. Algo que le pagaría con dinero pero que jamás podría agradecerle lo suficiente. Le pidió un reportaje con su familia.