Hoy queremos dedicar unas líneas al novio. A ningún novio y a todos los novios.
Todo el mundo asume (él antes que nadie) que, aun siendo protagonista del día, será eclipsado por la novia. Pero su papel no es por ello menos importante.
Su día comenzará en una casa o en un hotel… Esta vez será una casa. Su casa, que en pocas horas dejará de serlo y pasará a serlo para siempre. Se despertará temprano, tras una noche en la que habrá dormido poco o habrá soñado mucho. De cualquier manera, su descanso habrá sido escaso. A esa hora, su madre ya estará nerviosa, sus hermanos le gastarán un par de bromas y su padre deambulará sin hacer mucho ruido. El jaleo irá en aumento y la prisa lo envolverá todo, como en una película muda, aunque la hora de salir quede todavía muy lejos. Se escaparán miradas furtivas, de nostalgia. Se recorrerán los lugares comunes fingiendo no darles importancia. Para cuando todos hayan salido, los recuerdos ocuparán ya la casa como en aquel cuento de Cortázar.
El novio llegará en trance al lugar prefijado y saludará mecánicamente a familiares y amigos. No por falta de ganas, sino porque toda su mente se hallará ocupada en un solo pensamiento: Ella.
La novia sabe que, cuando llegue al minuto cero, encontrará al hombre de su vida. El novio también. Lo que no sabe es cómo. Se la imagina irradiando una belleza abrumadora, distinta, única. O más bien la intuye. En ese momento es incapaz de darle forma en su imaginación.
Allí, mientras la espera, recuerda qué lo ha llevado hasta ese preciso instante. Y tras un inmenso cúmulo de detalles, nombres, risas y laberintos, hay una respuesta: la felicidad. Sabe que, cuando ella llegue, todas las miradas serán suyas, pero teme que alguna se escape y vea, en su cara, el reflejo de una emoción incontrolable. Este novio, como muchos otros, es adusto y casi estoico, pero rara vez habrá luchado contra una mezcla tal de sensaciones nuevas.
Al fin llegará su amada, y la verá acercarse muy lentamente. Aunque ella fuera una velocista profesional y corriera con todas sus fuerzas, al novio le parecerá que se mueve a cámara lenta, o que la longitud que la separa de ella se parece a la calle Alcalá de Madrid. Allí, por fin juntos, pero guardando las distancias como dos chiquillos que sienten vergüenza, se mirarán de una forma nueva. Se reconocerán mutuamente en el vértigo infinito que los separa de todo aquello y los acerca a esto, que ansiaban desde hacía tanto tiempo. En algún momento de la ceremonia, sus manos se unirán caprichosamente, y él olvidará todo el agobio. La mirará una y otra vez, como si no hubiera nadie más. Y soñará, durante un segundo, que todo ha terminado y están solos, en la oscuridad, amándose despacio.
Cuando la ceremonia llegue a su fin, sentirá un éxtasis parecido al que disfrutan los buzos cuando ascienden de una gran profundidad. Saludará a mucha gente y no se acordará de nada porque, a partir de entonces, todo sucede muy deprisa. Ella estará pensando en la familia; él, en los amigos. Posiblemente ella también pensará en los amigos y él habrá pensado en la familia, pero no podemos leer sus mentes, así que suponemos lo que sucede en su interior.
En una veloz sucesión de charlas más o menos intrascendentes, consejos indispensables y escasos bocados, el novio llegará de puntillas hasta el baile, que será el más emocionante de su vida, y en el que luchará por que pase ya y se quede para siempre. Temerá que esos ojos se desvanezcan algún día de su memoria, y cuando llegue ese día, se alegrará de haberse equivocado de una forma estrepitosa. Fatigados del baile, encendido el color, breve el aliento, jugarán al ir y venir, a esquivarse y encontrarse casualmente, hasta que las luces se apaguen, caigan las últimas copas y se encienda una breve luz cálida que llevaba todo el día esperando. Allí se reconocerán de nuevo, palmo a palmo, y la novia tendrá, para ella sola, al protagonista que llevaba todo el día persiguiendo.