Una imagen, unos trazos difuminados contra un fondo que ya casi no retenía, pero que acaso fue verde. Ella sonreía con amplitud, sin timidez, sin vergüenza, llanamente. Él la sostenía con las manos mientras daban vueltas sin cesar. Y todo ese movimiento, esa alegría inmensa y compartida, habían quedado registrados para siempre en una imagen estática, en una fotografía.
Hacía años que él la había dejado por la muerte, como solía decir ella para consolarse como podía. Desde entonces, se había quedado sola, perdida y sola hasta el extremo. Apenas tres o cuatro rutinas la mantenían con los pies en el suelo. A ellas se aferraba con devoción y sin pensar demasiado, no fuera que las cavilaciones la terminaran arrastrando a la nostalgia, o peor aún, a la compasión. Una de esas rutinas consistía en contemplar esa fotografía de los dos en uno de sus momentos más felices. La miraba durante una hora exacta de sol, y luego la guardaba en su cajita de recuerdos. Al ponerse delante de ese espejo de tiempo, se trasladaba por entero a ese instante y lo revivía con leves variaciones. A veces cambiaba el escenario. Otras veces sucedía en otoño y no en verano. Modificaba la ropa, su peinado, la postura. Pero su risa y la mirada de él permanecían inalterables. Eso era la esencia de ese recuerdo, el reflejo de su dicha.
La última vez, en un descuido, debió de guardarla en otra parte y ya no era capaz de encontrarla. Había revuelto cada cajón, cada recoveco. Había retirado los asientos del sofá, mirado debajo del colchón, en los tarros de la cocina. Empezó a temer que la hubiera tirado por error a la basura. Se culpaba por ser una vieja torpe y despistada. Esa falta en apariencia leve, había dado al traste con el resto de sus rutinas. Ya no era capaz de concentrarse. Olvidaba sus compromisos. No recordaba qué necesitaba cuando salía de compras. ¿Qué iba a hacer sin su foto? ¿Cuánto tiempo seguiría recordando su rostro amado, ese pedacito mágico de tiempo donde no importaba nada? Se sumiría en la tiniebla, en el no saber quién fue y qué le quedaba, aunque fuera poco.
Una noche, rendida ya de no poder dormir, se entregó a un sueño denso y extraño. Sostenía la foto entre sus manos con sumo cuidado, como siempre. Pero no parecía una foto: ellos, sonrientes y despreocupados, se movían. Giraban y giraban, cada vez más deprisa, más y más rápido, sin cesar, como un par de locos sin freno, sonriendo, jugando, girando, girando, girando. Y entonces, acaso por ese movimiento inexplicable, la foto comenzaba a arder. Ella intentaba detener la danza atroz pero era en vano. Giraban y giraban y el fuego los iba consumiendo con una voracidad ciega. Se despertó entre sudores. Como un resorte fue a la cajita de recuerdos. Estaba vacía. Los silencios de las farolas encendidas la arroparon sin mirarla.
Sin abandonar nunca la búsqueda mecánica de esa imagen gastada pero tan viva, empezó a idear alternativas. Intentó recordar quién les había hecho la foto porque tal vez conservara el negativo. Tras una serie de penosas indagaciones, dio con el estudio fotográfico. Era una cristalería que, por su apariencia, bien podría haber estado ahí desde siempre. El fotógrafo había muerto años atrás y ya nada quedaba de su trabajo. Incansable, pensó que si encontraba a dos personas parecidas a ellos, podría reconstruir la escena con algo de maquillaje y estilismo. Publicó clasificados que rara vez obtenían respuesta, y cuando alguien llamaba, no daba el perfil. Demasiado altos, muy bajitos, con los ojos caídos, nariz demasiado chata. Intuyó que siempre habría un defecto, y que por leve que fuera, arruinaría su plan.
Cansada, sin ánimos, se encerró en casa en una especie de reclusión voluntaria. Le había fallado, había perdido lo único que los conectaba. Ahora, él se sumergiría, despacio, en la tiniebla; iría perdiendo sus rasgos hasta quedar desfigurado por completo, hasta ser un rostro cualquiera y ser nada entre tanta sombra. Era la soledad más pavorosa, la de no tener un recuerdo feliz al que aferrarse. Sintió el impulso de buscarla una vez más, y justo al levantarse, supo que sería inútil, que ya no estaba, que no volvería jamás. Sin prisa, se preparó un vasito de leche caliente y se lo llevó a la cama. Un peso terrible le oprimía el pecho y le acortaba la respiración. Daría lo poco que le quedaba por conservar ese preciado objeto. Seguro que a él no le habría pasado. Era ordenado, cuidadoso, paciente… Ahí estaba, frente a ella. Sonriendo. Eran jóvenes de nuevo. Estaban agarrados de la mano, dando vueltas entre infinitas tonalidades de un verde vegetal (sí, ahora lo recordaba, eran unos hermosos arbustos verdes). Era él en cada rasgo, en cada gesto. Allí, fugaces y despreocupados, sin importarles nada más que ese momento alegre. La felicidad lo abarcaba todo. Entonces, le asaltó un pensamiento repentino. ¡La foto! «¿No te acuerdas, pequeña? Nunca hubo ninguna foto. ¡Al fotógrafo se le veló el carrete! Por eso acordamos guardar todo esto en un lugar seguro. Te quiero. Te quiero tanto…» Al despertar ya no sentía la losa sobre el pecho, sino una alegría tan inocente y tan pura como la de aquellos días. Se levantó de la cama con el sabor extraño de ese sueño vivo, con la sonrisa de él tan nítida frente a ella y con una energía que no había sentido en todos esos años de laberintos sin salida. Abrió su cajita de recuerdos y se quedó mirándola un rato. Estaba vacía. Siempre lo había estado. Entre sus rutinas había estado la de creer que esa fotografía era real, verla y tocarla y olerla como algo físico porque lo que había al otro lado la hacía feliz. Su anhelo había llegado a ser tan fuerte que creyó haberla perdido sin remedio. Pero él, desde el sueño, tenía razón. Todo estaba, había estado siempre, en un lugar seguro.