Que nuestros reportajes cuentan historias no es nada nuevo. Gran parte de esa historia surge antes del propio reportaje, ya sea durante la preboda o en los ratos que compartimos con las parejas charlando, repasando los detalles de la boda, conociéndonos. Para nosotros, la fotografía no trata de imágenes más o menos hermosas, ni de momentos impresionantes, sino de personas. Por eso tenemos que conocer a las parejas. Conocerlas de verdad y entender cómo son en el fondo: tímidas, atrevidas, audaces, silenciosas… No es una frase hecha ni una herramienta de marketing: Literalmente no hay dos personas iguales, y por tanto, a no ser que se conduzca a las parejas, no hay dos reportajes iguales.
Así que parece evidente que contamos historias con imágenes, y que esas historias tratan de personas, de sentimientos, de momentos fugaces e irrepetibles. Para que una historia sea buena y creíble, debe ser coherente. En el lenguaje visual, esto se consigue con una sutil y casi imperceptible combinación de elementos: encuadres, calidad de la luz, enfoque, procesado… No hay forma de sistematizarlo. Surge de pronto, conforme avanza el día y te va envolviendo con sus acontecimientos. En este sentido, tampoco tenemos dos reportajes iguales.
Pero lo más importante, lo que más satisface, es la infinidad de formas que la felicidad adopta en las parejas cuando les entregamos su historia y se ven reflejados en ella. Y recuerdan cada instante. Y sonríen sin saberlo. Ahí, en ese íntimo círculo de emociones, obtenemos la sincera y única recompensa de este trabajo. Todo lo demás es accesorio.